El pasado domingo, al salir de misa, oí un comentario que podía resumirse con las siguientes palabras: Según la homilía hemos de abandonar a nuestra familia y seguir a Jesucristo. No lo entiendo. Desde esta perspectiva solo se salvan los sacerdotes.
Ciertamente que el anónimo conversador tenía toda la razón y es que una vez más hemos de recordar que lo importante en la Biblia no es lo que dice, sino lo que quiere decir.
En la época de Jesús todos estaban esperando el fin del mundo y la llegada del reino prometido en las escrituras. Esta escatología sabemos que era así, especialmente a través de las cartas de Pablo.
En un momento tan crucial para la historia de Israel, lo de menos era estar preocupados por ser madre, padre, hijo o nuera, lo importante era vivir y preparar semejante acontecimiento. Desde esta situación hemos de analizar las palabras del evangelio donde lo importante era reconciliarse con todos y no con los familiares (que también).
A esta situación hay que añadir un dato muy importante: las familias de entonces estaban programadas más por intereses y obligaciones sociales y religiosas, que por amor.
Supongamos que hoy me voy a comprar un coche y escribo una carta a mi hermana diciéndole que me ha costado un ojo de la cara. Esta carta es encontrada pasados dos mil años ¿Qué dirían los habitantes del futuro? Posiblemente que no podían comprender la sociedad del pasado donde eran capaces de arrancarse un ojo para conseguir un coche.
Eso es lo que le pasó este domingo a mi anónimo conversador. Lástima que no supieran darle razones exegéticas sobre el hecho. El Papa Francisco ya lo ha avisado, antes de dar una homilía hay que preparase, porque, repito, una cosa es lo que dice la Biblia y otra…
Y el que tenga oídos para oír, que oiga.