Los símbolos del oro, el incienso y la mirra que donaron los Magos a la nueva creación que nació en Belén, se encarnan en el tiempo actual y a la sombra de sus coronas, en la vacuna que, nuevamente, llega para salvar a la humanidad.

Los milagros siguen existiendo para quien tiene ojos para verlos.

All í tardaron algo más de dos años en entregar los regalos “Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los Magos, se enfureció terriblemente y envió matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los Magos” (Mt 2, 16).

Aquí vamos a tardar menos de uno.

Los hechos hemos de precisarlos para alcanzar el signo que encierran. Los Magos no entraron en una cueva “Entraron en la casa, y vieron al niño con María su madre” (Mt 2,11). Los Magos de entonces vivían en desconocidas y lejanas tierras de Oriente; se vistieron con sus hermosas vestimentas y se pusieron en camino para anunciar la buena nueva.

Los de ahora, vienen de diversas partes de nuestro mundo y vistiendo de un blanco inmaculado, depositan en la cuna de la humanidad el agua de vida en forma de vacuna para, nuevamente, salvarnos del mal que nos acecha.

El ruido producido por Santa Claus, puede que impida reconocer la llegada de los Magos, pero ellos están llegando para decirnos que la salvación siempre llega del “cielo” y no de un Centro Comercial.

Los dones de entonces se han esparcido por toda la humanidad: El oro nos ha enriquecido, el incienso nos ha elevado a la categoría de Hijos y la mirra nos recuerda que nuestra humanidad debe estar al servicio del prójimo.

Desde este servicio, los Magos de las blancas vestiduras, trabajan con sus científicos elfos para hacernos llegar el elixir de la vida. No es de extrañar que algunos no quieran recibirlos. Hace veintiún siglos tampoco fueron comprendidos. Quienes no recibieron a aquéllos, tampoco hoy recibirán a los de la blanca bata.

Confiemos que no suceda como entonces: unos pocos se quedaron con el oro, y otros con el incienso, mientras la mirra se repartió entre la mayoría, pero olvidando su genuino valor.

Ahora todos podemos disfrutar del agua de vida que en forma de vacuna, va a ser repartida entre toda la humanidad. Mas, recemos por que los unos no quieran enriquecerse tanto, como los otros quieran tapar con el humo de sus cirios, la visión de tantos trabajadores que han hecho posible el milagro.

Dios no hace la historia, hace que la historia se haga.

Todo, como la mirra, por el hombre y para el hombre. Solo entonces podremos elevar nuestra oración hacia Dios y enriquecernos con su sabiduría que relumbra más que el oro.

Yo he dejado mi calcetín en el balcón para que Melchor, Gaspar y Baltasar, vestidos como quieran, no olviden de dejar en mi casa la vacuna celestial que envíe al maligno al otro extremo de la galaxia.

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