“Y dijo Dios” (Gn 1,3). Sonó el trueno… Y su voz sigue sonando en el universo esperando ser traducida en la finitud del tiempo.

El relámpago oscureció las ideas y el rayo hirió al silencio ¿Cómo expresar la infinitud con el límite de las palabras? El fuego de aquella zarza fue el vehículo que condujo a Moisés hasta la cima del Sinaí, lugar donde encontró la resonancia que aquella llama inconsumible provocó y sigue provocando al materializarse en el eco de las diez palabras.

La voz de Dios no tiene fonemas al igual que su figura no tiene cuerpo. No existe finitud que abarque el infinito. Quien le haya escuchado se encuentra ante un paradójico dilema: Traducirlo es imposible ¿Qué hacer?

La historia de las religiones trata, a través de las palabras, los ritos y los hechos, de hacer comprensible lo inconmensurable de la divinidad. Las diferencias de estas resonancias avalan su autenticidad. Nada ni nadie puede resumir lo dicho desde la eternidad. Solo por aproximación podemos traducir el decir de Dios.

Quizás la más hermosa aproximación la encontremos en la entera humanidad, representada simbólicamente en Cristo. En el Jesús de la historia, la inmanencia revela el misterio de la trascendencia… y en la oscuridad de la muerte, amanece la luz que sigue dando sentido a la vida.

Su lenguaje se universaliza en Pentecostés sin otra posible traducción que la exigencia de amar. El amor, se hace visible en la entrega incondicional hacia el misterio encarnado en cada ser humano.

Somos resonancias del decir de Dios. Tan en-terrados y des-terrados como proclamados y acogidos por un hálito inconfundible de esperanza. Si el decir de Dios es eterno, su voz no puede ser paralizada por el tiempo. Recorre, sigue recorriendo, el devenir de la historia a la espera (siempre la esperanza), de que alguien, en Cristo, sintonice y traduzca en palabras lo que el mundo necesita oír. Encarnar este misterio es humanizar, conforme a los signos de los tiempos, aquel primigenio decir de Dios que hizo, y sigue haciendo posible, todo cuanto nos rodea.

Todo lo demás, “!vanidad de vanidades, todo vanidad!” (Ecle 1,2). “Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios” (1Cor 3.19).

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