Esta reflexión sobre la homosexualidad la hemos dividido en tres partes. Confieso por adelantado, que tanto los más liberales, como los más conservadores, van a quedar insatisfechos. No se trata de dar la razón a nadie, sino de razonar y meditar sobre uno de los temas tabú de nuestra religiosidad. Quiera Dios que encontremos algún puente de unión entre estas dos diferentes formas de opinión.
Partimos de un consejo evangélico: “No hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse” (Mt 10,26) Asimismo, la Iglesia en la “Verbum Domini” exhorta a todos los fieles a acercarse también a las páginas oscuras de la Biblia, a fin de que sean comprendidas (42). Reflexionemos, por tanto, sobre la tan denostada, a través de la historia, homosexualidad.
Una voz tan autorizada en la Iglesia, como la del fallecido cardenal emérito de Milán Carlo María Martini publicó en su libro “Creer y Conocer” que hay que dar “cierta estabilidad a las parejas homosexuales”, ya que, “No es un mal que, en lugar de relaciones homosexuales ocasionales, dos personas tengan una cierta estabilidad y por tanto en este sentido el Estado podría también favorecerlos” Este reconocimiento, a pesar de ciertas voces, no va en contra del matrimonio heterosexual; entrar en este juego es volver a los tiempos en los que se discriminaba al matrimonio para ensalzar el celibato, o se anulaba el matrimonio por falta de descendencia. Al cardenal no le parecía justo “expresar discriminación alguna hacia otros tipos de unión”.
El ejemplo del cardenal Martini, nos anima, como es costumbre, a provocar interrogantes ¿Por qué? Porque parece ser, que entre los cambios de criterio que podemos esperar del Papa Francisco, que intuimos serán muchos y más conforme a los signos de los tiempos, posiblemente, a juzgar por lo aparecido en los medios de comunicación, aquellos que siguen esperando un cambio en la teología moral, tal y como denunciaba, entre otros, el Cardenal Martini, con relación a la familia, al matrimonio, a la sexualidad, al celibato, etc., temen ser defraudados (ya se han oído algunas críticas). Quizás fueron estas opiniones, las que inquietaron a más de un cardenal en el cónclave anterior, cuando por escasos votos, el fallecido cardenal Martini no fue nombrado Papa, siendo elegido, Benedicto XVI. No obstante, y como recordó el Papa Francisco en su primer viacrucis, los cristianos tenemos que tener muy presente que: “Él sólo ama y salva. No olvidéis esto”. Desde ese amor que salva, no puedo dejar en el olvido, es decir, marginar, a tantas personas que por manifestar su amor a través de la “otra sexualidad”, son rechazados como si no fueran hijos de Dios. Sea esta reflexión un pequeño tributo al dolor que hemos ocasionado durante siglos y, a veces, y a pesar de los nuevos descubrimientos de la ciencia médica, seguimos ocasionando.
Como es costumbre en estas reflexiones, los temas siempre son estudiados partiendo de los textos de la Biblia, pues si nada humano le es ajeno, bueno es saber qué nos dice al respecto. Vaya por delante que las excentricidades de cualquier bando, nunca son buenas, y nadie en su sano juicio las quiere. Si los heterosexuales, con ánimo de provocar, no deben ir besando a las mujeres por la calle, los homosexuales, por la misma razón, deben guardar idéntico decoro. Comprendo que la represión de tantos siglos necesita una válvula de escape, pero si queremos normalizar la situación del colectivo gay, actuemos con normalidad. A veces, el orgullo gay y sus fiestas, no son, precisamente, al decir de lo que oímos a los propios homosexuales, la mejor expresión para dicha normalización. Y con ello, no estamos sugiriendo que el acto de besarse públicamente sea inmoral: En tiempos de Jesús, incluso Judas en un escenario pre-bélico, lo usa como señal para prenderle. Sin embargo, llama la atención que Juan evangelista, omita el beso ¡Un acto de amor (el beso) no debe ser el inicio de una actitud pública de traición (la cruz)!
Al margen de las provocaciones, algo debe quedar claro, si Jesús atendió a los marginados de su sociedad con tal cariño que provocó la ira de “los bien situados”, hasta el extremo de llevarle a la cruz ¿cuál tendría que ser el comportamiento de los creyentes, ante la incomprensión y marginalidad de parte de cierta jerarquía y de gran número de cristianos, contra “la otra sexualidad”? Una sociedad que, a veces, parece obviar que al menos entre el 5 y el 8% de la humanidad, es gay. Imposible marginar a tantos millones de hombres y mujeres, que si bien no entran en la “norma”, hoy, que no antes, sabemos que son plenamente normales; ya lo anunciaba Jesús: “Hay eunucos que nacieron así del seno materno” (Mt 19,12). Él, ni arremetió contra este colectivo, ni contra el de la prostitución, tan arraigado en el mundo romano; antes bien, obligó a la sociedad religiosa a ejercitar la virtud del perdón, pues nadie está libre de culpa: “Mujer…nadie te ha condenado…Tampoco yo te condeno” (Jn 8,10s) La nueva visión del cristiano será la de “no juzgar para no ser juzgado” (Mt 7,1).
Todo va cambiando, y uno de los cambios para esta aceptación social dentro de los países democráticos, se ha venido realizando en aquellos que han ido asimilando, previamente, los cambios producidos en el pensamiento y conducta heterosexual.
Hasta el siglo pasado, en el Derecho Canónico se indicaba que el fin del matrimonio eran los hijos; esta afirmación provenía, entre otros, de Clemente, uno de los primeros teólogos cristianos que invocando la «regla alejandrina» proclamaba que el acto sexual, para ser moral, debía estar dirigido exclusivamente a la procreación; hoy ya no es así: el fin del matrimonio no son los hijos, sino el amor; los hijos son la consecuencia de este amor. Hace años, publicamos un trabajo en el que explicábamos que la unión de hombre y mujer con el fin exclusivo de procrear, era de origen animal, mientras que el matrimonio con el fin de amarse, era y seguirá siendo, de origen humano. El “Cantar de los Cantares” ya había revelado este misterio: “Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, no despertéis, no desveléis al amor hasta que le plazca” (Ct 8,4). La perspectiva naturalista donde el sexo era para la procreación, ha dado paso a la perspectiva personalista, donde la sexualidad es una tendencia humana que ha de realizar a toda persona. En el contexto naturalista del pasado, lógico era pensar que la homosexualidad era una expresión “contra natura”, pero, ¿ha de ser así en el paradigma personalista en el que nos movemos actualmente? ¿Si hemos aceptado cambios en el mundo heterosexual, qué nos impide aceptarlos en el homosexual?
Este cambio de perspectiva de nuestro siglo, donde lo importante es la persona, aunque parezca increíble, fue el que, hace ¡veintiún siglos!, tomó Jesús. Él proclamó que el amor une para toda la vida, se tengan o no hijos, pues su origen por ser humano, pertenece a Dios. La religiosidad de entonces proclamaba que para seguir viviendo, había que tener hijos, por tanto ¡condenación a todo impedimento!; Jesús dirá que para vivir hay que preocuparse por el prójimo; sus palabras provocaron de tal forma a la sociedad de entonces, que oímos decir a los propios apóstoles: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19,10). Esta frase esconde una nueva realidad, la mujer ya no es propiedad del hombre, el amor posee a ambos por igual y ningún poder humano tiene potestad para separarlos. Lo que Dios ha unido mediante el amor, nadie está autorizado a desligarlo, engendre o no, hijos. Éstos, son motivo de felicidad, no de vida futura, ahora para seguir viviendo hay que creer en la palabra del Resucitado.
Si el amor une ¿tenemos potestad para decir a quién sí y a quién no, o más bien, únicamente para confirmarlo? ¿Si en Cristo no hay varón ni mujer, quiénes somos para, en aras del amor, abandonar a su destino a quienes se salen de la norma? ¿No es mejor, como dejó dicho el cardenal Martini, apoyar la relación estable, que provocar con nuestro comportamiento los “encuentros, constantes y ocasionales” de los hermanos y hermanas que viven la “otra sexualidad”?
Próximamente seguiremos reflexionando sobre este tema que, como hemos indicado más arriba hemos dividido en tres apartados, dada su complejidad. Ahora vienen a mi mente aquellos versos de Sor Juana Inés de la Cruz que dicen “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis…” Razones tenía y sigue teniendo Sor Juana: ante los temas sexuales, la hipocresía de algunos hombres, hace mucho más daño que algunos comportamientos. Como nos recordó el Papa, practiquemos la misericordia. Muy especialmente, añadimos aquí, en los comportamientos que tenemos con relación a la sexualidad. Con razón Jesús, ante el comportamiento sexual de sus contemporáneos, esculpió la nueva ley: su dedo, como el de Dios en las tablas de Moisés, escribía en el suelo donde arrojaron a la prostituta. Los escribas y fariseos no entendían su comportamiento y Jesús les dijo: “Aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la primera piedra. E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra” (Jn 8,7s). Si ellos no comprendieron… ¿comprendemos nosotros la nueva ley evangélica que Jesús esculpía con su dedo? ¿Intuimos, que en la nueva ética del Sermón del Monte (Mt 5ss), los auténticos pecadores son los que se atreven a juzgar el comportamiento de los demás?