La meditación en cristiano se llama oración ¿Cuál es la forma más común de orar? Nuestra manera de orar, tal y como sugiere el término, es hablando, diciendo, pronunciando palabras dirigidas a Dios. Jesús oraba, hablaba a Dios, pero, además, siempre lo hacía retirándose a lugares solitarios, quizás, por la necesidad del silencio a la hora de dirigirnos a Dios.

El silencio y la oración van unidos. La oración precisa de dos momentos en su desarrollo. Uno es hablar a Dios. Desde occidente hemos desarrollado esta faceta. Sabemos hablar a Dios. En el Evangelio tenemos la forma de orar a la divinidad. Una forma que se expresa a modo de filiación: el creyente se siente hijo de Dios, y llama a la divinidad, Padre. La antropología judaica ya había ido desarrollando esta formulación. Jesús la recoge y la hace suya. “Abba” es una de las expresiones del Padre Nuestro, que más nos acerca a la historicidad del hombre que confesamos Primogénito de las creaturas. La singularidad del término “abba” es la máxima expresión de cercanía dentro de la antropología judía, en la que un hombre puede sentir a Dios.

Pero Jesús, asimismo, necesitaba del silencio. Y esta faceta dentro de la cristiandad occidental, no la hemos desarrollado tanto. En oriente sí. Oriente dice: si la palabra no es más bella que el silencio, no la pronuncies.
Veamos a través del silencio, que es meditación, lo que dice el Evangelio: “Y cuando oréis, no seáis como
los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas… Tú, en cambio, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto… Y al orar, no charléis mucho como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados” (Mt 6,5-7).

Se ve, por tanto, que el mal orante cree que por su palabrería va a ser escuchado ¿Cómo huir de la palabrería? Oriente cuando ora, medita, es decir, lejos de hablar, escucha a la divinidad. En la meditación, el orante escucha la voz sin voz, la música callada donde el silencio y la quietud abarcan todo… en la nada. La Biblia habla sin palabras de la escucha que el creyente ha de tener “Shema Israel” Escucha Israel (Dt 9,1). Esta constante recorre nuestra antropología desde los orígenes: “Y dijo Dios”. El decir de Dios está en el inicio de la creación (Gn 1,3) El creyente sabe hablar porque ha aprendido a escuchar, sabe amar, porque se siente amado.

Jesús se retira al monte y a la soledad para escuchar la voz de Dios. Y allí, como en la Transfiguración, se revela su divinidad (Mt 17). Él no habla, ante Dios la palabra enmudece. Y cuando todo ha pasado le oímos decir: “Levantaos, no tengáis miedo” (Mt 17, 7). En otro de los pasajes evangélicos donde Jesús ora, desde el silencio, escucha la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo, yo hoy te he engendrado” (Lc 3, 21, s).

Acallar la palabra, silenciar los labios, es fácil; silenciar la mente, acallar los pensamientos es una tarea a realizar durante toda una vida. Es imposible hablar a Dios si nuestra mente no entra en quietud. Es imposible escuchar a Dios si los pensamientos, que son las palabras interiores, no enmudecen. Ante la presencia del trascendente, la inmanencia ha de permanecer virginal. Para escuchar al Otro tenemos que guardar silencio. Es imposible escuchar al prójimo si no hemos aprendido a call ar. Hay personas que no han callado jamás, por tanto únicamente se han escuchado a sí mismas. Responden según lo almacenado en sus mentes y no según las necesidades del
contertulio. Quien no ha callado para escuchar la voz de Dios, tampoco ha aprendido a escuchar al prójimo. Repetir el Padre Nuestro o el rosario, igual que una grabadora, no es rezar. No pronunciar palabra alguna, no es meditar. La oración requiere la presencia del orante en cuerpo y espíritu. Aprendamos a rezar desde la quietud, desde el silencio y seguro que acallando nuestra mente podremos escuchar la voz de Dios, que sin palabra alguna, ha sido pronunciada desde los orígenes. Dicen que San Agustín antes de morir exclamó: “Toda mi vida busqué a
Dios fuera y estaba dentro de mí” En las Confesiones del Santo de Hipona le oímos decir: Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba”.

La oración cuando es meditación, se adentra en el silencio del orante que ante la presencia divina, reza: Señor, eres más yo, que yo mismo. Pero descubrir al yo, pasa por crucificar al ego que desde el nacimiento hasta la muerte, trata de suplantarnos y decirnos en todo momento lo que hemos de hacer. Incluso, cómo hemos de rezar. La oración es algo tan personal que ha de brotar del interior del creyente de forma única e irrepetible. Esa forma única e irrepetible es lo que nos enseñó Jesús rezando el Padre Nuestro. Imitarle, no es tanto repetir sus palabras, que también, cuanto conseguir, como Él, que desde la interioridad, y tras la escucha, el espíritu exprese libremente aquello único e irrepetible que está aún por pronunciarse.

El Papa Benedicto dijo en cierta ocasión que entre las nueve posibles formas de rezar, dos de ellas son: “en la intimidad de la meditación personal y en la actitud de escucha” Meditación y escucha, sobran
las palabras. Por otra parte, y ampliando lo dicho, recordemos el estudio de la Universidad de Tel Aviv y del Instituto Nacional de Salud de EE.UU. donde se investigó los efectos de la oración diaria. Los resultados fueron sorprendentes: reduce a la mitad el riesgo de contraer Alzhimer dado que es “una costumbre que necesita una inversión de pensamiento humano, y es ese esfuerzo constante intelectual el que protege y ralentiza el proceso de pérdida de memoria o demencia leve”

¿Recuerda el lector el comentario de Robert Jastrow reproducido en esta red? Me refiero al que fue director del observatorio donde se hicieron los descubrimientos del Big Bang: “El científico ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos” Por tanto, es posible que cualquier día los
científicos nos descubran que el Evangelio es la novedad de la historia y nos recomienden su lectura para alcanzar la felicidad. Pues eso… seguiremos esperando… y entretanto, querido lector, meditemos y escuchemos tal como la
Biblia nos sugiere.

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