Comenzaré diciendo que no soy dado a visitar y/o postrarme ante estatuas, por muy “sagradas” que sean, ya que si alguna vez lo hago, me viene a la memoria el libro de la Sabiduría, para advertirme del riesgo de la idolatría: “Un padre, desconsolado por un luto prematuro, hace una imagen del hijo difunto, y al que antes era un hombre muerto ahora lo venera como un dios e instituye misterios e iniciaciones para sus subordinados; más tarde, con el tiempo, esta impía costumbre se arraiga y se observa como ley. También por decreto de los soberanos se daba culto a sus estatuas; como los hombres, viviendo lejos, no podían venerarlos en persona, representaron a la persona remota haciendo una imagen visible del rey venerado, así, mediante esta diligencia, se adulaba al ausente como si estuviera presente. Luego la ambición del artista, promovió este culto, atrayendo aun a los que lo ignoraban; en efecto, queriendo tal vez halagar al potentado, exageró con arte la belleza de la imagen, y la gente, atraída por el encanto de la obra, juzga ahora digno de adoración al que poco antes veneraba como hombre. Este hecho resultó una trampa para el mundo: ya que los hombres, bajo el yugo de la desgracia y del poder, impusieron el nombre incomunicable a la piedra y al leño” (15,15-21).
En el presente caso, el nombre incomunicable impuesto a la piedra y al leño, según lo mencionado por el libro de la Sabiduría, es la simbólica imagen de la segunda persona de la Trinidad, me refiero concretamente a Jesús , llamado de Medinaceli.
Los creyentes que diariamente se acercan a la majestuosa imagen, cuyo nombre se debe a los duques de Medinaceli, depositan ante ella sus miserias y necesidades. Hoy, momento en el que estoy escribiendo esta vivencia, es un día especial, pues amén de ser primer viernes de mes, lo es, asimismo, del año 2015.
Las colas para subir a besar al Cristo son interminables. Confieso que espero sentado en un banco de la basílica, mientras mi esposa, más fervorosa, va recorriendo la distancia que hay desde la plaza de Neptuno hasta el camarín del Cristo, situado sobre el sagrario. Mientras espero su llegada (aproximadamente dos horas), rezo ante el sagrario (por cierto, con escaso público), mientras escucho lágrimas, oraciones y suspiros, de los penitentes que muy lentamente van llegando, debido a que la marcha la marcan aquellos que recorren el templo, arrodillados.
Por fin llega mi esposa, me levanto (sí, sí, admito lo que Vd. querido lector está pensando: mientras ella pasa frío en la calle…), lo cierto es que fue en ese preciso instante cuando comenzó a ocurrirme algo que me conmovió: un sentimiento que no es la primera vez que lo experimento: recuerdo algo parecido ante las imágenes de los santuarios de Fátima y Lourdes.
Comienzo a subir las escaleras hasta el Jesús de Medinaceli (mi esposa al pasar junto al banco en el que espero, agarra mi mano, no tanto para guiarme, cuanto por demostrar a los que van junto a ella, que no me estoy colando). Al acercarnos a los pies de Jesús, observo su imponente talla, realizada por la escuela sevillana y de autor desconocido. Todo el que llega a sus pies, lo toca, lo besa, lo abraza con unción, roza la imagen con prendas, fotografías familiares, estampas…
Pasada la imagen hay una pequeña sala y allí me quedo observando al Cristo y a los penitentes, comprobando que el sentimiento interior se ha apoderado de todo mi ser. Quiero razonar lo que está sucediendo… y conforme lo intuí así lo explico a continuación.
Creo, y así lo confieso, que no fue la imagen la que provocó mi sentir, al igual que en Lourdes o Fátima ¿Qué sucedió? Reflexionando como tantas veces lo hago en la red parroquial, creo que la fe de los penitentes, entre los que me encontraba, se apoderó de mí. ¡Esta ba pisando lugar sagrado! MI esposa y yo comenzamos a rezar por todos y cada uno de nuestros seres queridos, poniendo a los pies de Cristo nuestros miedos y esperanzas. Miré el rostro del Cristo y vi reflejado en él, los rostros de millones de personas que habían clavado sus pupilas en aquellas facciones tan bellamente talladas. Sí, no fue la imagen, como bien expresa el libro de la Sabiduría, fue, como bien dice el Evangelio, la fe de los asistentes. Ellos llevaban sin saberlo el maravilloso milagro de la fe, que al igual que entonces, sigue moviendo montañas. La fe de las personas que allí se congregaban y abarrotaban el templo, convirtieron por un “instante eterno” aquel telúrico lugar en aquellas escaleras santas, que son capaces de unir el cielo y la tierra (así la escala de Jacob de Gn 28,11-19).
La fe, junto al amor, son los dones más preciados para trascender este mundo. Los lugares llamados santos, lo son, por albergar la fe de los que allí acuden. Con razón Jesús ante la disyuntiva de tener que explicar cuál es el lugar más apto para adorar a Dios, responde: “llega la hora (ya estamos en ella), en que los adoradores verdaderos, adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren…” (Jn 4, 23). Y San Pablo les recuerda a los cristianos de Corinto en su primera carta que: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?“ (3,16).
Las imágenes cristianas de cualquier lugar, en virtud de la fe de aquellos que las contemplan, se convierten en portadoras de algo más que un simple leño tallado para ser idolátricamente adorado. Por ello, trascender la imagen, al margen de su popularidad, es la primera condición de todo auténtico adorador.