“Chema Israel” Pocas sentencias bíblicas tienen tanta resonancia a través de la historia que ésta. Escuchar y conocer van unidos. Quien escucha sabe guardar respeto por quien habla. Quien guarda respeto hacia el prójimo, tiene abiertas las puertas del conocimiento, que es el paso previo de la compasión y que introducen al creyente ante el altar del amor.
Saber escuchar sólo puede darse en aquel que, previamente, se siente escuchado. Toda la creación habla de una sinfonía inacabada de la que participan los seres humanos que escuchan la melodía del amor. Sentir esta melodía es profesar el primer mandamiento que reclama Jesús en el Evangelio y que recuerda Marcos al indicar que: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor” y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tumente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,29s).
Esta profesión de fe únicamente la puede expresar quien ha sabido escuchar y, por tanto, ha oído a través de la historia, y del prójimo, la voz de Dios. La respuesta inmediata donde se comprueba en el oyente esta escucha, la da Jesús al proseguir en su discurso:”Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que estos” (Mc 12,31). Queda claro que el creyente lo es, si aúna en su acontecer estos dos mandamiento, que de hecho, son uno. Efectivamente, no se puede amar a Dios y no amar al prójimo y viceversa.
Ante esta realidad que nos propone el Evangelio cabe preguntarse ¿Quién ama al prójimo aunque no ame a Dios se salva? Si es así ¿para qué sirve ser seguidor del Evangelio?
La respuesta viene, asimismo apuntada en la lectura evangélica que tratamos de reflexionar: “Le dijo el escriba: Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos
los holocaustos y sacrificios” (Mc 12, 32s).
La reflexión que hace el escriba es inaudit a. Ante la actuación de Jesús preocupándose por sus semejantes llega a comprender que no hay ley superior a esta forma de proceder. Que aquel hombre que se preocupa por el prójimo hace más que los que no se preocupan y sin embargo, cumplen la ley del templo.
Jesús, tras escuchar el razonamiento del escriba, es decir, de aquél que precisamente es conocedor y seguidor de la Ley, responde: “viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12, 34).
La conclusión es novedosa. Para estar cerca del Reino hay que preocuparse más del prójimo que de los sacrificios. Traducido a nuestro mundo podríamos decir que el sacrificio de la misa tiene valor si nos ocupamos del prójimo igual que Jesús se ocupó. Él cumplió las normas del Templo, pero sin olvidar lo más importante: “Si traes tu
ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mt 5,23s).
Todo el mensaje de Jesús pasa por la hermandad humana que se reconoce Hijo de Dios. Este reconocimiento es universal, como nuestra religión, y tal es así, que el escriba, sin ser cristiano, está más cerca de lo que pide
Cristo, que los cristianos (de hecho es a los que va dirigido el mensaje), que parecen estar más preocupados, nuevamente, por las normas que por los comportamientos.
Han pasado veintiún siglos; la ética de Jesús sigue siendo tan actual entonces como hoy y lo más importante, este comportamiento ha de ser realizado tanto por el cristiano como por el que no lo sea. Los Derechos Humanos van por este camino. Quiera Dios que los cristianos no nos quedemos en la retaguardia de estas exigencias que reclama Cristo, más allá de cualquier creencia religiosa.
El Papa Benedicto XVI lo recordó en la Verbum Domini: “Con mucha frecuencia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, encontramos la descripción del pecado como un no prestar oído a la Palabra… En efecto, la
Sagrada escritura nos muestra que el pecado del hombre es esencialmente desobediencia y no escuchar” (26).
Ahora bien, esta escucha comienza por saber escucharnos a nosotros mismo. San Pablo lo dice admirablemente: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios. Pero digo: ¿No han oído? Antes bien, por toda la tierra ha salido la voz de ellos, y hasta los fines de la tierra sus palabras” (Rom 10, 17s). La Palabra de Dios se escucha en aquellos que saben callar, incluidos los propios pensamientos. A Dios se le escucha en el silencio ¿Seguirá ocurriendo igual que en los tiempos de la comunidad paulina de Roma? ¿Serán nuestros gritos los que, como entonces, oculten al mundo la silente voz de Dios? ¿Es posible, como Pablo nos avisa, que nuestra forma de entender la religiosidad, sea la causa que impida que llegue a nuestra sociedad el mensaje de Cristo?
Ahora, el que tenga oídos…