Antes de publicar la tercera parte de la reflexión sobre la Homosexualidad, y haciendo un alto en el camino, voy a escribir sobre un tema de actualidad en estos días y que titulo: el gobierno del desgobierno.
Comenzaré diciendo, en orden a sentar las bases de esta reflexión, que una de las acepciones del significado del término “religión”, consiste en estar religado. La religación ha de ser tanto con el interior como con el exterior del ser humano. En definitiva, la persona religiosa ha de estar centrada. Por esta razón cuando los antiguos decían que alguien estaba descentrado, usaban la palabra griega “amartia”, es decir, errar el blanco. Es la palabra que se usaba cuando en el tiro con arco, se erraba el blanco y la flecha no iba a parar al centro de la diana. Desde entonces, pecado, significa vivir descentrado. Dicho de otra manera, pensar una cosa y hacer otra.
Pues bien, se ve que desde la teología no es posible dejar de hacer política. Dicho de otra manera, eso de que la religión ha de quedar para la sacristía, es como decir que la política es solo para los políticos. Ni una ni otra cosa es posible, pues si como creyentes pensamos una cosa y como ciudadanos nos hacen comulgar con ruedas de molino, el resultado no es otro que vivir descentrado, es decir, en pecado.
Una vez realizada la oportuna aclaración, comento el motivo de esta reflexión, que pudiera parecer política, pero que sin embargo, es también religiosa. Pervertir la inocencia es uno de los mayores pecados de la humanidad. El reino de los cielos, es decir, la felicidad en este mundo, es del inocente. Quien mata la inocencia, mata algo sagrado del ser humano. Y aterrizando diré: Ya se ha pretendido matar una de las tradiciones más hermosas, como es la creencia en los reyes magos, haciendo que los niños se pregunten por el esperpento que les presentaron con las cabalgatas últimas.
Ahora se van minando las tradiciones, tratando de mostrar que aquellos cuentos de nuestra infancia era auténticos desatinos, donde la buena era la bruja, y el malvado era el príncipe, que ese sí que era azul y no rojo.
La justicia nos la presentan con un juez ahorcado, la creencia con una monja embarazada, la vida con una mujer que aborta, la convivencia con exaltaciones al terrorismo y la matanza a los inocentes… y todo ello, a través de un espectáculo titiritero donde los espectadores no daban crédito a lo que estaban viendo.
¡Ya está bien! Y ahora escuchamos voces que se camuflan denunciando lo sucedido pero, se indignan, más por lo que vaya a hacer la justicia con los responsables, que lo que de hecho ya han realizado los titiriteros con nuestros pequeños ¿Se imagina el lector un hecho así en otro país democrático? Como no quiero vivir descentrado, aunque algunos lo pretendan, quiero dejar constancia en estas reflexiones teológicas de mi indignación por estos hechos, que lejos de estar al margen de lo religioso, atacan al centro neurálgico de nuestras tradiciones y no para mejorarlas (que es necesario y en ello estamos), sino para destruirlas. Al menos eso es lo que parece pretenden algunos gobernantes actuales, gobernando para provocar el desgobierno.