Gonzalo de Berceo en su obra “Vida de Santo Domingo de Silos” escribió: “fer una prosa en román paladino/en el qual suele el pueblo fablar a su vecino”. Así me gustaría poder escribir sobre el amor, es decir, inteligiblemente. Y ello porque, a veces, desde la visión religiosa, que no mística, se abusa tanto de la palabra caridad, como discreción se guarda con el vocablo amor.
San Agustín decía: “ama y haz lo que quieras”; los de pueblo, poco importa su tamaño, comprendemos este lenguaje. “Fablemos”, pues, del amor, pero desde abajo, como Jesús a sus amigos. No podemos obviar que el amor, como la fe, es un don previo de Dios que, como recuerda el Papa emérito “sale al encuentro del hombre” (Jesús de Nazaret, II, p.75) y brota del corazón humano para acariciar al prójimo, de ahí que también se le llame caridad.
Tener caridad obliga a demostrar cariño y se tiene cariño cuando brota la caricia. A veces el cristiano, para huir del amor, se refugia en la caridad ¡qué error! La caridad, si es ágape, tiene que conlleva r una constante dicha compartida: caridad sin cariño, es ágape sin viandas. No se asuste el lector, se puede acariciar con la mirada, con la palabra, con la comprensión, con el silencio, con el acompañamiento y, sin ánimo de sonrojar, con la mano, las lágrimas, el cabello y los labios; como la mujer del Evangelio, que gracias a su cariño, escucha de Jesús “Tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc 7,36-49). El amor provoca tanta paz cuando se expande, como inquietud cuando se obstaculiza.
María, la hermana de Lázaro, también demostró su caridad con Cristo (Jn 12,1-8). La caridad, si es auténtica, hay que demostrarla ¡a tope! “Hoy te quiero más que ayer pero menos que mañana”, qué buen eslogan comercial, pero, qué solemne tontería. No es posible querer menos que mañana. El amor siempre es pleno. El que hoy quiere menos, es que no quiere. El amor es hasta la muerte, porque “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Así amó Jesús, y así mandó que siguiéramos amándonos (Jn 15,12).