Creo que los cristianos deberíamos apoderarnos de esta frase: ¡año nuevo, vida nueva! Este deseo anual es lo que el Evangelio anuncia, pero no cada año, sino más bien cada instante. El Evangelio es la más drástica novedad que hasta el momento ha existido. El creyente que convierta su vida en evangelio, ha de vivir cada instante como vida nueva. El comienzo del año es un buen momento para recordar esta realidad que debe darse en todo tiempo y lugar.
Cada mañana al despertar, cual oración, deberíamos de repetirnos ¡día nuevo, vida nueva! Bueno es, por tanto, que al menos una vez al año recordemos lo que el evangelio nos pide interiorizar en cada instante de la vida del creyente.
El evangelio recuerda que el tiempo se ha cumplido para aquellos que han asumido la Navidad: “…y proclamaba la Buena Nueva de Dios. El tiempo de ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Buena nueva para aquellos que siendo tan virginales como el niño recién nacido, lo esperan todo como una auténtica novedad. Dentro del ser humano anida ese niño/a que siempre está aprendiendo a amar y que siempre está necesitado de amor. Ese niño para el que todo lo que sucede es siempre novedoso.
La virginidad del bebé que todo lo espera, es la misma que ha de tener el adulto ante los misterios de la divinidad ¿Cómo se consigue esta actitud? Con palabras del teólogo y sacerdote José Antonio Pagola: “haciéndole sitio al evangelio” (Universidad Pontificia de Comillas. Presentación del libro: “Fijos los ojos en Jesús”).
Hacerle sitio al Evangelio en nuestras vidas es asumir la humanidad revelada por Jesús. Esta humanidad, al ser creativa, precisa desde su misma raíz de un constante cambio. Sólo así puede convertirse la existencia humana en una novedad constante. Esta renovación reclama del creyente saber ver más allá de toda idea preconcebida. Hay que contemplar el mundo con ojos nuevos, pues en él se revela y trasparenta ese Dios que todo creyente busca.
La fe no exige conocimientos previos. La creencia, sí. No equivoquemos ambos conceptos. Ya hemos indicado en esta red que la creencia es la historicidad de la fe en una concreta sociedad. La fe, al provenir de Dios, es virginal como el niño que ha nacido en Navidad: de ahí que siempre esté más cerca del Reino un niño que un adulto: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,1-4). La fe llama a la constante renovación. Los místicos que siempre se mueven por los “impulsos” de la fe, han sido rompedores de las costumbres de sus contemporáneos, de ahí que hayan sido, a través de la historia de las religiones, los grandes fundadores y renovadores de las creencias.
Y si el año nuevo nos exige a todos vivir de forma nueva, la “mundanidad” del papa Francisco, nos está llevando a encarnar esta nueva forma de entender el Evangelio. Ahora los cristianos que están aferrados a sus creencias y que piensan que los que tienen que cambiar son los otros, lo tienen difícil, pues cualquier cambio ha de comenzar por uno mismo.
Hacer Evangelio, es esperar y realizar lo que está por venir. Los romanos del tiempo de Jesús, cuando esperaban la visita de su emperador, clamaban ¡Evangelio! ¿Por qué? Porque cuando él llegaba, traía buenas noticias para sus súbditos con grandes cambios y celebraciones. Los cristianos tomaron esta palabra de origen griego para anunciar que el mundo había cambiado con el nuevo nacimiento de la humanidad (Lc 1,26-38).
Sea pues bienvenido el nuevo año que nos recuerda que la vida es nueva para aquél que estando dispuesto a cambiar, deja lo viejo con el tiempo pasado. Es, por tanto, un buen momento para comenzar el auténtico cambio… dentro de nuestra propia casa.
Feliz año Nuevo.