Un año más hemos de recordar que el Artículo 16 de la C.E. proclama que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Es decir, proclama constitucionalmente su aconfesionalidad, señalando y resaltando la cooperación, especialmente, con la Iglesia
Católica. A tenor de lo que sucede constantemente con el colectivo de los profesores de religión en las instituciones de enseñanza, al terminar y comenzar el año escolar, y con algunos políticos laicistas, que no laicos, año tras año volvemos a la controversia de saber lo que es del Cesar y lo que es de Dios. El creyente laico, que no laicista (uno cree que Dios existe y el otro cree que Dios no existe), al margen de la religión que profese, reconoce una tradición y un pasado que está enmarcado en el hecho religioso y del que no puede prescindir la cultura occidental. De ahí la
cooperación con la institución que ha hecho posible con sus luces y sombras la realidad democrática de nuestras leyes: La Iglesia Católica. Ella, con sus luces y sus sombras, ha provocado hasta la fecha la necesaria separación de poderes religiosos y políticos, siendo estos últimos los que han hecho, a veces, de las guerras, santas cruzadas. Si uno de los Derechos Fundamentales de nuestra Constitución indica que: ”Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”, ese nadie también compete al Estado, de ahí su necesaria aconfesionalidad. El Estado, por tanto, ha de hacer posible que cada cual conforme a sus creencias, pueda dirigirse a Dios, o a su “no Dios”, partiendo de sus propias convicciones. Ahora bien, los países democráticos partimos de unos Derechos Humanos reconocidos por las Naciones Unidas. Todas las religiones han de aceptar estos derechos si quieren desarrollarse en las llamadas democracias occidentales, porque una de las funciones del Estado, dentro de la C.E. es “mantener el orden público protegido por la ley”. Y es aquí donde todas las religiones no son iguales. Ya que algunas no reconocen el orden público protegido por la ley. Por tanto, si hemos de dar al Cesar y a Dios lo que les corresponde, reconozcamos, entre otras realidades, que el símbolo de la cruz, siempre cree en la vida, en el amor, en el respeto por toda creencia que acepte los valores que llamamos universales y que se han dado, no por casualidad, allí donde el humanismo cristiano ha expandido el Evangelio ¿Es así con otros símbolos? De no ser así, no seamos tan hipócritas de comparar e igualar a todas las creencias por el mismo rasero, cuando no es cierto y es de todos conocido que la intención de estos progres de la igualdad, es hacernos comulgar con ruedas de molino. En aras de mejorar el presente, no es necesario abolir el pasado, antes bien trabajemos por trascenderlo y ayudemos a quienes con su entrega, sean profesores de religión o políticos, se esfuerzan por mejorar los signos de los tiempos que nos han tocado vivir, enfrentándose con la sin razón de aquellos que usan la igualdad para hacernos a todos igualmente ignorantes.

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